Del vivir - La novela de mi amigo by Gabriel Miró

Del vivir - La novela de mi amigo by Gabriel Miró

autor:Gabriel Miró [Miró, Gabriel]
La lengua: eng
Format: epub
ISBN: 0000000000000
publicado: 2021-10-19T16:18:46+00:00


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Estaba Sigüenza a la ventana de su desván-alcoba.

En la calle, el guía acomodaba aquel asno de paso prudentísimo, de orejas grises, remedadoras de hojas de pitas.

Pronto Sigüenza dejaría Parcent. El médico entró.

Este hombre callado, pesaroso, y el viajero, habían hablado parcamente durante la estada del último en el pueblo. Pero sus almas se acompañaron, y ahora, al separarse, dolíase Sigüenza de la soledad que amenazaba a su amigo. ¿Era éste un singular temperamento humilde, desconfiado, triste, o un corazón colmado de aflicciones adorables, sagradas, que no se atrevía a declarar?

Marchábase Sigüenza, sin saber un momento de aquella vida recatada siempre con nieblas tranquilas.

Descendieron al vestíbulo.

La mesonera, la moza y la abuela del niño que padeciera hambre les rodearon.

El huésped, echado sobre una jamba del portal, reía sosegadamente.

¡Oh, la mañana es dorada y azul; desde allí se alcanza un trozo de verdes campos! Es día para amarse. El huésped habrá gozado de copioso almuerzo; tal vez de su mujer, limpia, apetitosa como fruto primerizo.

Son solos, los dos para los dos. Gozarse y vivir...

Y el forastero se le acercó diciéndole:

—¡Qué bien ríe usted, qué bien!

El otro, parpadeando picarescamente, exclamó:

—¿Y a que no sabe, a que no sabe de qué me río?

Sí que lo adivinaba Sigüenza. Y a la llana comienza el comento de la influencia del día sereno, azul, regocijante; de la mujer moza, del vientre satisfecho. Pero el huésped embazó su decir y, apartándose con él, solemne y enigmático, hablole de un hombre que estaba fuera, mezcla de campesino y lugareño. La cara teníala arada y morena, pero sus blancas patillas señoriles autorizábanle en aquella tierra de rasurados; las toscas alpargatas menoscababan su ecuestre porte; mas un bastón fino, liso, acaramelado, de puño de hueso y alta contera metálica, asido con suavidad, le restituía parte de su distinción perdida.

—Mírelo, mírelo.

Ya lo hacía Sigüenza cabalmente sin comprender palabra.

—Es hombre de riñón cubierto, con dinero, más que ninguno —explicaba el otro—, y quiso ser el jefe de los conservadores, de nosotros. ¡Cómo había de serlo! ¿Verdad?

Sigüenza dijo que ¡claro!

—¡Cómo había de serlo, si nosotros tenemos al que tenemos de siempre! Se fue con los liberales y lo nombraron jefe. Y mandón y todo, bien rabia cuando viene alguien al lugar y va con nosotros, sea por lo que sea. Ahora está ahí, y se despulsa porque usted le salude y se pare a hablarle para darnos después que sentir..., y usted ni le ha mirao tan siquiera. Yo lo he visto, y yo sé cómo estará por dentro... ¡Pues no me he de reír!

Y el huésped se golpeaba gozoso los muslos.

He aquí —pensó Sigüenza, contemplándole— hombre que puede, que debe amar y nada más que amar a sus hermanos, a los brutos, a las cosas, a todo, a todo... Y ved, que cría y anida odios bellacos.

Prontamente encontró sencillo que tal aconteciera.

Mujer y vientre, mujer y vientre. ¡Cómo sentir otro amor que no fuera el propio grosero, el de su vientre, y a su hembra!

«El amor —ha escrito Kant—, como inclinación, no se



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